Hace unas semanas, la actriz canaria Sara
Sálamo acudió al podcast satírico “Estirando el Chicle”. El
programa me pareció muy divertido, e hicieron algunas reflexiones interesantes.
No obstante, de todas las cuestiones que trataron hubo una que se hizo
especialmente viral en redes sociales: lo “inmensamente privilegiada” que se
considera Sara Sálamo. Concretamente, el clip que circuló era un
corte de video en el que Sálamo decía lo siguiente: “Si estas en una
postura de privilegios, como es mi caso, porque soy una mujer blanca,
heterosexual, europea, estoy en una buena situación económica y trabajo en lo
que me gusta. De ahí se espera, me quede sentada en un sillón. Si veo la
realidad y veo que el mundo no es como mi vida, se espera que no haga nada para
que la vida de lo de los demás sea mejor.”
La mismísima Irene Montero compartió el video en su
cuenta de Instagram y entre los comentarios abundaban elogios y
palabras de amor y admiración hacia la
actriz.
Entiendo
lo que Sara quiere expresar con esas palabras, pero al escuchar el termino
“privilegiada”, inevitablemente siento una luz roja que se me enciende por
dentro. Sara Sálamo puede ser privilegiada (a ojos del sistema) por ser blanca
y rica, pero parece olvidar que el sistema la oprime a ella también por una
sencilla razón: es mujer.
Nacer mujer en un sistema patriarcal no es ningún privilegio, es justo lo contrario. La opresión se cimienta en un sistema donde el opresor saca beneficio del oprimido y necesita que éste siga existiendo para que él siga teniendo un beneficio social.
En los tiempos en
los que se esclavizaba a las personas negras en Estados Unidos, el principal
objetivo no era asesinarlas, sino esclavizarlas, pues se buscaba sacar rédito
económico de ellas. Así, a nosotras se nos dice que ser mujer tiene que ver con
ejercer la vocación de llevar a cabo las tareas de crianza y cuidado, (tareas
que en realidad son impuestas, no innatas) de esa manera, la sociedad en la que
vivimos se sustenta en una especie de andamio invisible que está
hecho del trabajo gratuito de las mujeres. El sistema también saca un claro
beneficio de nosotras y de la asimetría de poder que vivimos.
Esta estructura social es injusta y tenemos muchas
razones para querer cambiarla, de ahí viene el feminismo. Sara puede
perfectamente hacer activismo, y no sólo tiene que empatizar con los grupos
discriminados para poder ejercerlo.
Además, aquí hay otra cuestión que me suscita mucha
rabia. Cada vez que se expone la realidad de las mujeres en Afganistán, que no
pueden trabajar o salir de casa sin “burka”, o cada vez que se menciona la
“mutilación del clítoris” que sufren muchas niñas en todo el mundo, se suele
decir que las mujeres que vivimos en lugares donde no se practican esas
atrocidades somos unas “privilegiadas”. No estoy de acuerdo. El poder trabajar
o mostrar nuestro rostro, o el que no se dañe nuestra integridad física, no es
un privilegio, es un derecho exigible para cualquier persona.
No somos privilegiadas por poder votar o recibir
educación desde edad temprana, somos personas con derechos (y no todos). Sin
embargo, el problema que sufrimos sigue siendo estructural. Sara puede votar
pero, tal y como ella misma denunció en otra ocasión, a causa del
androcentrismo en la medicina, muchos estudios clínicos no tienen en cuenta su
realidad biológica (metabolismo, sistema hormonal, efectos secundarios…) a la
hora de elaborar medicamentos o investigar ciertas
enfermedades. Como bien dice Nerea
Pérez de las Heras, “Ser feminista se parece más a hablar un idioma que a
votar a un determinado partido político”, y es que, una vez te “empapas” de
teoría feminista, ves que muchas realidades que damos por normales están,
en realidad, contaminadas por el machismo. El problema es de base, y
no se trata sólo de luchar contra las injusticias claramente visibles (que
también) sino también en ver más allá de las normas que nos son impuestas
desde fuera y frente a lo que personalmente vivimos y sentimos.
Me sorprende que la Ministra de un Ministerio creado
para impulsar las políticas de igualdad, crea que las activistas feministas
luchan porque “son empáticas con los que verdaderamente tienen problemas”, y no
porque ellas también (como mujeres que son) sufran una terrible desigualdad
estructural.
Me pregunto si el llamarnos “privilegiadas” constantemente,
no será otra estrategia para ponernos más trabas. Me pregunto si no será otra
excusa más para que agachemos la cabeza, que creamos que nuestra realidad ya
está bien, y paremos de luchar por cambiarla.
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